Los
antiguos alquimistas se encerraban en gabinetes herméticos para
llevar a cabo su búsqueda. Iluminados por el rayo gnóstico,
exploraban el martirio de los metales en su camino a la perfección:
el oro. El proceso de la transmutación de los metales (similar a la
travesía del alma en las prácticas de magia astral) implicaba una
transformación, un cambio: la muerte, la putrefacción y la
descomposición del cuerpo / metal, que daría pie a algo nuevo y
puro. Precisamente “Oro” es el título del segundo trabajo de
Atanas Akerstra, donde profundiza en en las raíces de ese
proto-blues que ya planteó en su “Volumen 1” en 2006, pero ahora
desde una perspectiva más primitiva, ascética e intuitiva,
reduciéndolo a su estructura más austera y desnuda. Para ello ha
escogido, entre otras, un puñado de temas de Akauzazte (grupo en el
que milita desde hace décadas) y, como si de un alquimista se
tratase, las ha transformado en sencillas piezas acústicas de gran
pureza, sin adulterar, cristalinas, brillantes, afiladas y duras como
un diamante en bruto, convirtiendo las sinfonías ruidistas tribales
de Akauzazte en estas canciones reducidas a su esqueleto básico de
guitarra española y voz, pero cargadas de emoción e intensidad.
Grabaciones caseras de corte intimista que capturan la magia,
frescura y espontaneidad de estos momentos fugaces e irrepetibles que
son estas canciones, alumbradas en un inhóspito cruce de caminos
bajo el influjo de Michael Gira, Mikel Laboa o John Fahey. A pesar de
la sencillez y parquedad de su enfoque, el oyente es sumergido en un
fascinante microcosmos en donde hay más variedad de lo que uno podía
creer en un principio: lo mismo se nos presenta como un encantador de
serpientes que nos hipnotiza con su belleza envolvente (“Gure
gogoa”) que se enfrasca en estructuras de una o dos notas repetidas
de manera obsesiva que sirven de cable de acero sobre el que Atanas
ejerce de funambulista haciéndonos sentir el vértigo y la atracción
del vacío (“Suharriak”, “Gure etxean gaude”), o bien nos
atrapa con sonidos cortantes que cercenan e infectan la carne como
cuchilla oxidada (“Aintzina, basabereak”), o se retuerce como un
faquir sobre la cama de clavos en las misteriosas “Sugeak orain”
y “Aurka” mientras, por turnos, nos va susurrando al oído
frágiles melodías o recitando como un chamán poseído o gruñendo,
aullando, rugiendo o bramando sonidos de origen animal. El final del
viaje nos arrastra como el mar hacia la bellísima explosión
catártica de “Badaude”, completando así el tránsito tras haber
atravesado las siete esferas del cielo ptolemaico desde Saturno hasta
el Sol, culminando así la transmutación de los metales partiendo
del zinc hasta llegar al oro.
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