Jacob Singer, cartero y ex-veterano del
Vietnam, no sabe si está vivo o muerto. Jacob vaga como un fantasma
por las calles de Nueva York, sucias, decrépitas, llenas de basura,
mientras el frío del invierno le atraviesa la ropa y le cala los
huesos. Se pierde en laberínticas estaciones de metro mal
iluminadas, repletas de vagabundos, de marginados, de la escoria de
la sociedad. En su estado de alucinación permanente y de paranoia
obsesiva, cree ver demonios que le persiguen y le acechan con la
intención de acabar con él. Durante unas décimas de segundo, en la
ventana de un tren que pasa, en el interior de un coche con el que se
acaba de cruzar, en un reflejo en el espejo, en un perfil de un
desconocido que se aleja, ve repentinamente rostros deformes
retorcidos por el sufrimiento, cabezas agitándose espasmódicamente,
bocas abiertas aullando de dolor. ¿Proyección de demonios
interiores, delirios conspiranóicos, o acaso alguien le persigue de
verdad? Y Jacob no sabe si está vivo o muerto. Sueña en su
cuchitril neoyorquino, acompañado de su novia, una compañera de
trabajo de la cual nunca terminó de fiarse y que le toma por loco.
Sueña con su ex-esposa y con su hijo muerto, atropellado por un
coche. Despierta, y no sabe cuál es el sueño y cuál es la
realidad, si está durmiendo con Sara y soñando sobre Jezebel o si
está durmiendo con Jezebel y soñando sobre Sara. Los recuerdos
permanentes del Vietnam le obsesionan y le vienen a la cabeza una y
otra vez: toda aquella violencia absurda y sin sentido, aquella
carnicería obscena, aquella bayoneta que se le clava en el estómago,
esa camilla y el helicóptero de rescate que se lo lleva por los
aires. Y no sabe si está vivo o está muerto. Jacob atraviesa esa
tenue linea entre razón y locura, y no sabe si la pesadilla es estar
vivo o estar muerto. Tiran a Jacob de un coche en marcha, lo llevan
al hospital y mientras va atravesando puertas tumbado en su camilla
empujada por dos enfermeros anónimos, observa restos humanos
mutilados en el suelo, sangre en las paredes, enfermos mentales en
camisa de fuerza, gimiendo, gritando, llorando, y criaturas deformes
que lo siguen con la mirada. Un cirujano, acompañado de la novia de
Jacob, y un enfermero sin ojos le inyectan droga directo al cerebro.
Jacob grita que está vivo, pero el cirujano le dice que si estuviera
vivo no estaría allí, en ese infierno. Cuando Jacob despierta en la
fría habitación de su apartamento tras un ataque de pánico e
histeria que le duró toda la noche, su novia llora, y él no sabe si
es peor la pesadilla del hospital o la de su casa. Y no sabe si está
vivo o muerto. Jacob Singer ve cosas que los demás no ven. Se siente
amenazado por unos demonios que sólo él ve. Se abren grietas
inexplicables en su mundo cotidiano a través de las que asoman seres
y formas que no reconoce. En una fiesta, abre la nevera y ve la
cabeza de un animal muerto. Destapa la tela que cubre una jaula y ve
un cuervo intentando escapar. Su novia baila con un demonio que la
encula con placer y la revienta por la boca con su falo-cuerno. Jacob
cae el suelo entre convulsiones. Al despertar, su novia le recrimina
el espectáculo que dio. Esa sensación de no poder explicarle a
nadie lo que siente por si lo toman por loco, esa soledad y
alienación, van abocándolo a la desesperación. Y ahí está la
escalera. La “escalera” es el nombre de la droga que les
suministraron en Vietnam para retrotraerles a sus instintos más
violentos y a los miedos más primitivos y así aumentar la
agresividad durante el combate. Tal fue el nivel de violencia
provocada en su pelotón que terminaron masacrándose entre ellos.
Esa escalera es también la escalera por la que Jacob desciende cada
día no a un infierno, sino a varios. Y es esa escalera por la que
sube con su hijo muerto hacia una puerta iluminada que no sabe dónde
le llevará. Mientras tanto, en una camilla de un hospital de guerra
en Vietnam, Jacob Singer yace muerto.