Rusia y los países del
bloque soviético han sido para mí los maestros de la ciencia
ficción y la distopía en el cine, especialmente en los años 70 y
80. Puede que influídos por la realidad socio-política en la que
vivían, o quizás por esos imponentes bloques de cemento, acero y
cristal que dominaban sus ciudades, o por las enormes fábricas y
naves industriales, el frío y los cielos grises y plomizos, el caso
es que la atmósfera y la tensión de las películas de directores
como Andrei Tarkovski o Konstantin Lopushanski nunca serán
superadas, por muchos efectos especiales o animaciones por ordenador
que se utilicen hoy en día. El polaco Piotr Szulkin fue otro de los
grandes nombres que Europa del Este ofreció al género de la
distopía gracias a una espectacular filmografía en la que destaca
esta, su primera película, filmada en 1979 y titulada “Golem”.
Basada en la novela homónima de Gustav Meyrink, pero con influencias
de “El Proceso” de Kafka, “1984” de Orwell y la estética
post-apocalíptica de Tarkovski, esta película nos muestra un
estremecedor retrato de una sociedad totalmente deshumanizada en la
que un régimen totalitario (imagino que Szulkin estaba bastante
condicionado por la situación de su Polonia natal en aquellos
tiempos) que somete a la población a través de la omnipresente
propaganda televisiva (para Szulkin, la televisión era uno de los
grandes males de la modernidad) y que se dedica de manera clandestina
a crear nuevos seres humanos en sus laboratorios (a la manera del
Golem) con la intención de “mejorar” la raza humana y con los
ojos puestos en la amenaza de la bomba atómica y la exterminación
total. El protagonista, Pernat, es fruto de uno de estos
experimentos, un engendro que ha servido para reemplazar al Pernat
“real” por no se sabe qué motivos, pero que a diferencia del
golem de Meyrink (que no tenía voluntad propia y actuaba de manera
básica e impulsiva), tiene una característica que lo vuelve
especial: su bondad. A pesar de vivir inmerso en la pobreza y la
miseria más absolutas, Pernat ayuda a sus semejantes y actúa guiado
por su corazón inocente y puro. Pernat vaga por las calles oscuras,
llenas de charcos y basura, de una ciudad anónima, malviviendo en su
decrépita finca rodeado de degenerados, locos, iluminados,
prostitutas y marginados sociales, mientras trabaja tiritando de frío
en su habitación grabando en placas de bronce la figura del ahorcado
del tarot. A pesar de no recordar casi nada de su pasado, su
naturaleza le inclina a ayudar a sus semejantes, y esto lo convierte
en una amenaza para las autoridades, ya que su compasión por los
demás le hace ser diferente de la masa uniformizada y resignada, le
hace más “humano” que la mayoría de humanos que le rodean. Así
pues, el gobierno lo espía, lo somete a interrogatorios brutales, lo
acusa de crímenes que él no recuerda haber cometido y le hace pasar
por interminables trámites burocráticos con la intención de
desestabilizarlo. Película filmada en un tono sepia / naranja / ocre
(que nos remite por momentos al “Stalker” de Tarkovski), sus
colores, la atmósfera opresiva y febril, los decorados y ambientes
decrépitos y ruinosos, el uso obsesivo de la música y unas
interpretaciones escalofriantes de sus protagonistas, la convierten
en una de esas “experiencias” que van más allá del cine y nos
sumergen en un mundo desolado y poético al mismo tiempo. El
surrealismo, que tan arraigado estaba en estos países (como ocurría
también en las obras de otro maestro polaco como es Walerian
Borowczyk o del checo Jan Svankmajer) hace su presencia de manera
sutil (esas decenas de ventanas de la finca que se abren y cierran al
mismo tiempo, esas semillas que caen en la mano de Pernat, ese
diálogo entre el ciego, su hermano y la prostituta, esa tienda de
reparación de muñecas rotas, esa banda de música que no acierta en
sus ensayos) y contribuye a aumentar el tono onírico y la sensación
de desasosiego que predomina en la película. El descorazonador final
de la película, a pesar de estar filmado en Polonia en 1979, refleja
perfectamente la situación que vivimos en los países democráticos
en 2017: las pantallas de televisión (que controlan y dirigen el
pensamiento de la gente) vomitan las imágenes de un político (cuyo
físico es idéntico al de Pernat y sostiene en la mano la misma
placa de identificación que aquel: GZ-565) vociferando con pasión
su discurso tranquilizador para las masas, asegurando que no hay
experimentos de creación de humanos y recordándonos nuestra
obligación de no pensar y ser felices, ya que estamos en buenas
manos y ellos cuidan de nosotros. Como ahora más o menos.